Ministerio Grano de Trigo

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Arrepentimiento Para la Vida


CAPÍTULO 2: EL PROCESO DE ARREPENTIMIENTO

UNA PUBLICACIÓN DEL MINISTERIO “GRANO DE TRIGO”

Escrito por David W. Dyer

Capítulo 1: Arrepentimiento Para la Vida

Capítulo 3: La Verdad que nos Liberta

Capítulo 4: El Juicio Venidero



Capítulo 2
EL PROCESO DE ARREPENTIMIENTO

Existen algunas personas que comienzan su camino como cristianos con una ráfaga de transformación generada por una poderosa revelación de Dios (lo que muestra su pecado). Desde el comienzo de su experiencia con Jesús, se arrepienten de una forma profunda. Sus pecados más profundos son expuestos y están listas y dispuestas a experimentar la muerte y la resurrección de Cristo.

Esos creyentes se sumergieron profundamente en la presencia de un Dios santo y se vieron a sí mismos bajo Su luz. Esta revelación de su “yo” y de sus pecados generó en ellos un fuerte arrepentimiento, lo que permite que el Espíritu Santo haga Su obra en ellos rápidamente y sin mucha resistencia. Esas personas progresan de una manera muy rápida en su camino espiritual.

Prácticamente todos los "avivamientos" poderosos conocidos a lo largo de la historia de la Iglesia están acompañados por una tremenda convicción del pecado. El resultado es un profundo arrepentimiento. Estas "visitas" de Dios trajeron una luz ardiente que reveló a hombres y mujeres sus pecados: los errores en sus acciones y palabras, así como la naturaleza carnal que produce tales pecados.

Aquellos que se convirtieron durante los tiempos de las visitas de Dios, casi siempre, se convirtieron en personas santas temerosas de Dios cuyo testimonio continuó fuerte hasta sus muertes físicas. La causa de eso es que la obra transformadora de Dios (la sustitución de la vida de Dios por la de ellos) se facilita mucho mediante un arrepentimiento profundo.

Sin embargo, muchos (por no decir la mayoría) de los creyentes de la actualidad no llegan a Jesús de esa manera. No se acercan a Él con mucha convicción de pecado (o tal vez ninguna). Por lo contrario, los incentivan a acudir a Jesús por los beneficios. Quizás busquen curación, bendiciones, soluciones para problemas personales, prosperidad financiera o cualquier cosa similar.

Muchas personas, en vez de buscar ser libres de lo que son y lo que hacen, buscan ayuda para continuar viviendo como antes, solo que sin tantos problemas. Estos convertidos tendrán poco progreso espiritual.

Quisiera destacar de la forma más clara que la mayoría de las experiencias modernas llamadas “avivamiento” no puede hacer nada para ayudar en el proceso de transformación. Ni caer al suelo desmayado, ni ladrar como un perro, ni sacudirse con violencia, ni reírse ni ningún otro fenómeno similar logrará transformar a nadie. Estas ocurrencias no revelan verdaderamente el pecado y, por lo tanto, no provocan el verdadero arrepentimiento. En consecuencia, en el mejor de los casos, son una pérdida de tiempo. Peor todavía, frecuentemente no son más que un engaño, una experiencia meramente emocional que muchos confunden con algo espiritual. Tales experiencias no son obra del Espíritu Santo de Dios.

Como vimos al comienzo de este capítulo, para que sobrevivamos a la próxima aparición de Jesucristo en toda su gloria y poder, debemos ser transformados para que seamos como Él. Necesitamos ser transformados de aquello que somos a lo que Él es. Nuestra vida debe ser sustituida por la suya.

La llave que abre el camino hacia esta necesaria experiencia es el arrepentimiento. Debemos ver lo que somos y arrepentirnos, clamar por liberación de nosotros mismos. Debemos estar dispuestos a morir para que nuestro “yo” pecaminoso no viva más y para que la vida de Jesús pueda llenar nuestro ser por completo.

El arrepentimiento está directamente relacionado con nuestra transformación. Para resumir: poco arrepentimiento = poca transformación; más arrepentimiento = más transformación; arrepentimiento profundo y total = transformación ilimitada a la imagen de Cristo.

Nunca debemos pensar que admitir nuestros pecados y arrepentirnos de ellos es algo negativo. Es un acto que amplía la perspectiva de una nueva bendición espiritual en Jesucristo.

¿Y SI NO COMENZAMOS BIEN?

Incluso si no tuvimos un comienzo adecuado en nuestra vida cristiana, es decir, si no tuvimos una profunda revelación de nuestro pecado y, por lo tanto, tuvimos un arrepentimiento superficial e insuficiente, todavía hay esperanza. Nunca es tarde. Hoy, podemos buscar la ayuda de Dios para que consigamos llegar a un completo arrepentimiento.

Es Él quien hace posible nuestro arrepentimiento. Recordando otra vez el versículo con el cual comenzamos el capítulo 1 de este libro, vemos que Dios concedió a los gentiles el arrepentimiento para la vida ZÕE. No lograron esto por cuenta propia. Fue Dios quien preparó todo para ellos.

Aquellos que están en la oscuridad no ven (ni son capaces de ver) su condición real. Solamente por la misericordia de Dios, cuando Él nos ilumina, podemos ver nuestra maldad y cuánto necesitamos la salvación. Cuando comenzamos a vislumbrar Su extrema santidad, pasamos a comprender nuestra condición impura y pecaminosa.

El arrepentimiento genuino no es algo que nosotros mismos podemos generar. No es el acto de examinar nuestro pasado o presente, con el intento de lograr sentir tristeza. El esfuerzo personal, el intento de sentir culpa o recordar cada pecado que hemos cometido no tiene ninguna utilidad.

El verdadero arrepentimiento necesita de la luz de Dios para funcionar. Solo Su presencia puede propiciarlo. Aunque todos podamos resistir fácilmente la revelación del pecado que Dios trae, no podemos propiciarla con nuestro propio esfuerzo.

Nuestra mayor necesidad es buscar Su presencia. Solo Él puede iluminarnos con la luz que necesitamos. A medida que andamos en intimidad con Él, veremos cada vez más nuestros pecados. Posteriormente, tendremos el maravilloso privilegio de arrepentirnos y de que Él nos limpie.

Incluso si comenzamos nuestra caminata espiritual de una manera deficiente, incluso si nunca nos hubiéramos arrepentido realmente, hoy, Dios puede guiarnos hacia esta gloriosa bendición. Él todavía puede iluminarnos con Su luz. Si genuinamente tenemos hambre y sed de justicia, Él nos saciará (Mt 5:6).

Debemos estar siempre buscando el rostro de Jesús. Con su luz, podemos ver exactamente lo que somos y arrepentirnos. Ese arrepentimiento abre el camino para que Su muerte y Su vida se apliquen a nosotros. Cuando se aplica su crucifixión y resurrección, el resultado es algo llamado “transformación”, que es un cambio eterno producido por Dios en nuestras almas. Esto quiere decir que nos cambia para ser como Él.

Está escrito: “Por tanto, nosotros todos, mirando con el rostro descubierto y reflejando como en un espejo la gloria del Señor, somos transformados de gloria en gloria en su misma imagen, por la acción del Espíritu del Señor.” (II Co 3:18).

Cuando vemos Su gloria, quedamos expuestos y somos transformados. En la luz de Su rostro, nos vemos a nosotros mismos y nos comparamos con Su elevado estándar. Nuestro arrepentimiento, entonces, abre la puerta para que Su vida llene lo que alguna vez fuimos.

UNA ILUSTRACIÓN

Me gustaría compartir una breve historia que puede ayudar a ilustrar este punto. Hace muchos años, mi esposa y yo estábamos en Florida. Un domingo fuimos a una iglesia. Me sorprendió darme cuenta de que yo era el único hombre allí. Todas las demás personas eran mujeres o niños.

Cuando el pastor comenzó a predicar, comencé a entender el porqué. Aquel querido hermano predicaba un legalismo y una condenación que casi se podía sentir físicamente. Por supuesto que no regresamos para una segunda dosis. Un servicio de ese tipo fue suficiente.

Algunos años después, regresamos a la misma región y encontramos a una mujer de esa iglesia en un estacionamiento. Ella empezó a insistir para que fuéramos a un servicio. Pensé: "Eso es lo último que quisiera hacer". Sin embargo, ella continuó insistiendo. Dijo que el predicador había cambiado. Había tenido una experiencia con Dios que lo había transformado.

Debo confesar que decidí volver a esa reunión con mucha reticencia. Sin embargo, cuando el pastor comenzó a hablar, era obvio que algo había cambiado. Ahora estaba lleno del amor de Dios. Estaba ministrando por el Espíritu Santo. Alguna cosa importante le había sucedido a ese hermano. Por mi curiosidad, tenía que saber qué le había pasado, así que dediqué un tiempo para pasarlo con él y preguntarle sobre su experiencia.

Lo que me dijo fue más o menos lo siguiente: él había estado ayunando y orando por varios días, pidiendo una experiencia más profunda con el Señor. Una mañana, se despertó, aproximadamente a las seis, y se paró junto a su cama. Allí, permaneció paralizado por la presencia de Dios. La única manera en que pudo describir la experiencia fue decir que tuvo un encuentro cara a cara con el Espíritu de la Verdad: verdad pura, ardiente y sin diluir.

Su experiencia fue como si el Espíritu hubiera tocado su interior y lo hubiera cambiado todo, revelando y exponiendo muchas cosas. Aquellas "cosas" eran actitudes, pensamientos, palabras y acciones. Él entendió profundamente su pecado. Aquella "verdad" brilló fuertemente dentro de él y, entonces, experimentó un profundo arrepentimiento.

Cuando la experiencia terminó, volvió a mirar su reloj. Había estado de pie, junto a su cama, por aproximadamente media hora. Sin embargo, aquellos treinta minutos transformaron a ese hombre. Su tiempo en la presencia de Dios lo había convencido y transformado. Ahora, su vida está mucho más llena del amor y de la vida de Jesús. ¡Cómo necesitamos más experiencias como esa!

EL ARREPENTIMIENTO ES UNA EXPERIENCIA CONTINUA

El arrepentimiento no es el tipo de experiencia que ocurre una vez y listo. No es algo que hacemos en el comienzo de nuestro camino como cristianos y que no hace falta repetir. Debe ser un proceso continuo en la vida de todos los creyentes.

¿Por qué? Porque cuanto más nos aproximamos a Jesús, más luz podemos ver. Él es la luz del mundo (Jn 9:5). Su presencia se percibe por la intensidad de la luz. Por lo tanto, si realmente nos estamos acercando más a Él, nos podremos ver con cada vez mayor claridad. La luz se hará cada vez más fuerte.

De hecho, eso puede considerarse una prueba para saber cuán sincero es nuestro caminar con Jesús. ¿Estamos, de hecho, viendo más el pecado que existe dentro de nosotros? ¿Se está revelando cada vez más nuestra naturaleza pecaminosa? ¿Existe un arrepentimiento cada vez más profundo en nuestras vidas?

Si la respuesta es no, entonces algo está mal. De alguna manera, estamos estancados en nuestra experiencia cristiana. No estamos acercándonos a Dios. Por otro lado, si nuestro arrepentimiento realmente está creciendo, podemos estar seguros de que nuestra relación con el Creador está haciéndose mucho más íntima.

CONVICCIÓN Y CONDENACIÓN

Existe, con certeza, una diferencia entre convicción de su pecado y condenación. Muchos creyentes han sufrido con mucha condenación, pero poseen poca convicción. Una de las obras favoritas del diablo en nuestra mente es condenarnos. Muchas personas pierden mucho tiempo condenándose a sí mismas. Otras, quizás amigos y familiares, también pueden ayudar a condenarnos o hacernos sentir condenados.

No obstante, la verdadera convicción de pecado viene del Espíritu de Dios. Una gran parte de Su misión es "convencer el mundo de pecado" (Jn 16:8). Entonces, hoy, Él está trabajando para exponer nuestro pecado y ayudarnos a arrepentirnos.

Cuando Dios nos convence, no hay nada generalizado ni ambiguo. Él siempre nos revela algo específico y concreto. Su luz expone algo que realmente sucedió en el pasado o que existe, hoy, en nuestras vidas. No es un sentimiento de culpa genérico. La luz de Dios siempre viene con una claridad penetrante.

Es imposible tener una definición completa de la diferencia entre la convicción que viene de Dios y la condenación que viene de otra fuente. Para eso se requiere discernimiento espiritual. Necesitamos aprender a conocer la voz de nuestro Pastor para seguirlo (Jn 10:27). Debemos desarrollar una intimidad con nuestro Creador que nos capacite a discernir lo que viene de Él y lo que viene de otras fuentes. No hay nada que pueda sustituir esa intimidad y discernimiento.

Aunque nadie debería pasar su vida sometido a una condenación que proceda de una fuente que no sea Dios, existe también otro peligro. Un gran número de creyentes denomina la convicción del Espíritu Santo como "condenación". Dios está intentando convencerlos del pecado y ellos se resisten a esa obra del Espíritu Santo, llamándola condenación. Este es un mal común y espiritualmente peligroso.

Cuando rechazamos la convicción del Espíritu, calificándola de "condenación del diablo", nos resistimos a la obra de Dios en nuestras vidas. El proceso de transformación se detiene. Bloqueamos las cosas maravillosas que Él quiere hacer en nosotros. Cuando nos resistimos a Su obra de convencernos del pecado y transformarnos, el Señor nos respeta y simplemente se detiene.

Por lo tanto, debemos ser muy cuidadosos de no equivocarnos en este punto y acabar rechazando, de forma sutil y rápida, algo que pueda venir de Dios. Andando en el temor del Señor, debemos considerar, mediante oración, los pensamientos que podrían servir genuinamente para convencernos de nuestro pecado.

Sé que hoy muchos sufren por estar sometidos a demasiada “condenación”. Sin embargo, lo que puede estar causando eso, en verdad, es la falta de arrepentimiento.

Cuando nos arrepentimos de algún pecado específico, por ejemplo, podemos tener absoluta certeza de que fue perdonado. Cuando confesamos nuestro error delante de Dios y tomamos conocimiento de su gravedad, este es retirado y llevado lejos, tan lejos como está el oriente del occidente (Sal 103:12). Desaparece. Dios no lo recordará más. En consecuencia, no debemos permitir que pensamientos sobre pecados pasados nos atormenten.

Cuanto más permitamos que el Espíritu Santo nos convenza de nuestro pecado, menos cosas quedarán para que el diablo u otros nos condenen. Una vez que hemos confesado y abandonado un pecado específico, no debemos permitir que siga habitando en nuestra mente.

No necesitamos confesar una y otra vez los mismos pecados. Si nos encontramos en esa situación, siempre sintiendo un peso por pecados de los que ya nos arrepentimos, es señal de que hay condenación.

Muchos creyentes viven bajo un tremendo sentimiento de culpa. Sin embargo, en mi experiencia, muchos de estos casos son resultado de la ausencia de un verdadero arrepentimiento. Hay muchas cosas, en el pasado de esos individuos, que no han salido a la luz. Hay hechos que están tratando de olvidar y dejar atrás, sin traerlos a la luz de Dios en confesión y arrepentimiento.

Por tanto, sus consciencias continúan condenándolos. No están en verdadera paz con Dios. Esto hace que se sientan culpables, en general, por pequeñeces del presente, porque hay cosas del pasado, tal vez mucho más serias, que nunca resolvieron.

Demasiados creyentes intentan avanzar en la vida cristiana aún con asuntos sin resolver de su pasado. Les cuesta avanzar mientras arrastran una enorme carga de pecados de los cuales no se arrepintieron. Por supuesto que no llegan a ningún lugar. Su progreso espiritual está bloqueado. Nunca parecen crecer espiritualmente. Debido a su consciencia debilitada, muchos también están vulnerables ante la influencia de demonios, especialmente en el área de condenación.

Esos pecados pasados pueden ser pecados sexuales, asesinato, aborto, mentiras, engaños, prostitución, odio, falta de perdón, uso de drogas, hurtos y robos, palabras y actitudes crueles u otros pecados. No importa cuáles pecados hayamos cometido; es siempre un gran alivio confesarlos a Dios. Se nos quitará una tremenda carga de nuestros hombros.

Confesar puede ser vergonzoso. Puede ser humillante. Incluso puede significar ir a prisión por alguna cosa que hayamos hecho. Sin embargo, nos traerá una gran alegría. Liberará la salvación de Dios, y en abundancia. Desbloqueará el progreso espiritual que tanto necesitamos.

Mientras nos resistamos a la convicción del Espíritu Santo y nos rehusemos a confesar los pecados y arrepentirnos, permaneceremos en nuestra pequeña prisión privada de condenación y derrota. Nuestra consciencia perturbada no permitirá que permanezcamos en la presencia de Dios por mucho tiempo. Pero cuando nos arrepentimos, ¡podremos disfrutar de una gran libertad! ¡Qué gran gozo y transformación experimentaremos mediante la presencia de nuestro Salvador!

Lo que suele obstaculizar nuestro arrepentimiento es el orgullo. Nuestro orgullo no quiere permitir que nadie sepa lo feos que somos por dentro. Si otros supieran lo que hemos hecho o pensado, nos sentiríamos humillados. Por eso el orgullo actúa tratando de mantenernos en pecado y lejos de la salvación que es nuestra en Jesucristo.

Mientras no haya confesión y arrepentimiento de nuestros pecados, nuestra relación con Jesús se inhibirá. Nuestro acceso a su intensa santidad se limitará.

Cuando intentamos acercarnos a Él mientras aún cargamos nuestros pecados, podríamos incluso tocar “el borde de Su manto” de vez en cuando, pero no conseguiremos permanecer en Su presencia. Quizás podamos “sentir” Su bendición de vez en cuando, por ejemplo, durante un tiempo de adoración; pero no nos sentiremos cómodos cerca de Su pureza extrema por largos períodos.

Eso ocurre porque, en la presencia de Jesús, nuestra consciencia es tocada. Como mencionamos en el inicio de este capítulo, Su grandeza y pureza seguramente chocarán con lo que nosotros somos. Así que la única forma de que podamos permanecer continuamente en la presencia de Dios es que nos arrepintamos completamente.

Debemos responder a todo lo que Su luz exponga y arrepentirnos. Para que permanezcamos en intimidad con Dios, debemos responder a lo que el Espíritu Santo nos dice desde nuestro interior.

Debemos tener mucho cuidado, cuando sintamos la convicción de pecado, para no resistirnos a la obra de Dios. Es muy común que cuando comenzamos a ver nuestras fallas y errores, inmediatamente encontremos excusas. Es una tendencia natural del hombre intentar deshacerse de ese sentimiento de culpa que genera incomodidad y vergüenza.

En consecuencia, muchas personas, cuando comienzan a sentir la convicción de algún pecado, intentan inventar excusas para no sentirse culpables. Intentan pensar que, realmente, fueron otros los que causaron el problema, probablemente piensan que el problema fue por su crianza o un entorno que tuvo consecuencias negativas en ellos, o incluso piensan que no hay ningún problema, que los demás también son así. De cualquier manera, intentan librarse del sentimiento de culpa y de la convicción.

Queridos hermanos, tenemos que tener mucho cuidado con ese tipo de actitud. Quizás podamos convencernos a nosotros mismos de nuestra propia inocencia. O quizás podamos argumentar de una manera que convenza a los demás de nuestra inocencia. Pero ¿y Dios? ¿Será que Él nos considerará inocentes? ¿Es posible convencerlo con nuestros argumentos y excusas?

Cuando nos justificamos en nuestras propias mentes y frente a los demás, corremos el riesgo de no experimentar la verdadera justificación de Dios. Corremos el riesgo de resistirnos a la convicción del pecado, al arrepentimiento genuino y a la gloriosa transformación de nuestra alma. Cuando hacemos eso, perdemos la bendición que Dios tiene para nosotros y bloqueamos la obra del Espíritu Santo en nuestras vidas. Nuestra carencia de arrepentimiento frustra el progreso espiritual.

La tendencia natural del hombre es evitar la convicción de pecado. La primera reacción del alma pecadora, como en el caso de Adán y Eva, es tratar de encubrir los resultados del pecado. Ellos cosieron ropas improvisadas, juntando algunas hojas de higuera para esconder su desnudez y vergüenza. Después, cuando oyeron que Dios Se aproximaba, se escondieron. En vez de confesar y admitir lo que habían hecho, se escondieron de ellos mismos y de Dios.

Luego, cuando finalmente no encontraron un lugar para esconderse y fueron confrontados por sus propios errores, comenzaron a acusar a otros por aquello que habían hecho. Adán acusó Eva. Ella transfirió la acusación a la serpiente. Esta es también una reacción espontánea del alma caída: acusar a los demás, en vez de admitir su propia culpa en cualquier situación.

Pero lo que todos necesitamos no es excusarnos en nuestras mentes o pasarles la culpa a otros. La verdadera libertad está en confesar nuestros pecados delante de Dios. Nuestra liberación de lo que hemos hecho (y especialmente de lo que somos) depende de la confesión y el arrepentimiento. Depende de que permitamos que la luz de Dios brille en nosotros y que aceptemos todo lo que exponga. Solo cuando nos arrepintamos realmente, estaremos listos para recibir la maravillosa obra de salvación de la transformación de nuestras almas.

El resultado de tal arrepentimiento es una comunión cada vez más íntima con Dios. Cuando nuestras consciencias son lavadas por nuestro arrepentimiento y Su perdón, se da lugar a una nueva condición de intimidad con el Todopoderoso. De esta manera, encontraremos nuevos deleites espirituales y seremos más fructíferos en nuestra obra para Él.

Querido amigo, no se resista a la obra del Espíritu Santo cuando Él le muestre su pecado. Por su propio bien, no intente huir ni esconderse. Admita delante de Él todo lo que haya dicho, hecho y pensado. Confiese lo que es: las tendencias naturales de la carne. De esa manera, será perdonado y limpiado.

Si sigue ese camino, su vida será sustituida por la de Él y comenzará, desde ahora en adelante, a “andar en vida nueva” (Ro 6:4).


Fin del Capítulo 2

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Capítulo 3: La Verdad que nos Liberta

Capítulo 4: El Juicio Venidero