Ministerio Grano de Trigo

Leer en línea el libro
Arrepentimiento Para la Vida


CAPÍTULO 3: LA VERDAD QUE NOS LIBERTA

UNA PUBLICACIÓN DEL MINISTERIO “GRANO DE TRIGO”

Escrito por David W. Dyer

Capítulo 1: Arrepentimiento Para la Vida

Capítulo 2: El Proceso de Arrepentimiento

Capítulo 4: El Juicio Venidero



Capítulo 3
LA VERDAD QUE NOS LIBERTA

Inevitablemente, llegamos a una parte difícil de nuestro análisis. Para que entendamos profundamente la importancia del arrepentimiento, es necesario desenmascarar algunas de las enseñanzas cristianas actuales que impiden ese arrepentimiento. Estas enseñanzas parecen indicar que un arrepentimiento sincero y completo no es necesario. Ofrecen una especie de sustituto, enseñando un camino más fácil y menos costoso para ser aceptado por Dios.

El proceso para llegar a la verdad de esas cosas puede ser un poco difícil. Esto se debe, principalmente, a que existen muchos conceptos arraigados acerca de estos asuntos. Por eso, lea con atención las siguientes secciones. Esas cosas son de máxima importancia si deseamos ser aceptados por Él el día de Su venida. No podemos arriesgarnos a equivocarnos de forma alguna a la hora de intentar entender estas preciosas y eternas verdades.

Desafortunadamente, no son pocos los conceptos modernos que están errados respecto a la obra que Jesucristo hizo por nosotros en la cruz. Y, lamentablemente, prevalecen entre las congregaciones de creyentes en todo el mundo.

Estoy convencido de que esas enseñanzas erradas tienen gran responsabilidad en el hecho de que muchos creyentes no presenten mucho progreso espiritual. Existen poquísimos cristianos cuya vida refleja, de forma significativa, la vida pura de Jesucristo.

Hay muchas doctrinas, comunes entre nosotros hoy, que parecen ser buenas e incluso atractivas, pero que no son completamente verdaderas. No reflejan fielmente el corazón de Dios ni el mensaje del evangelio. Distorsionan sutilmente la verdad y, en consecuencia, la corrompen. Son pensamientos, conceptos casi bíblicos, que fueron infiltrándose en el cuerpo de Cristo y robando su poder y vitalidad espiritual.

La razón para destacar esos errores no es simplemente desacreditarlos o intentar mostrar que este autor está "más en lo correcto que los demás". Este análisis es de extrema importancia porque todas esas enseñanzas tienen un efecto similar.

Todas esas doctrinas disminuyen la convicción de pecado. Ellas operan para, engañosamente, liberar a los creyentes de cualquier sentimiento de culpa cuando aún no han hecho las cosas correctamente ante Dios.

Les ofrecen a los cristianos excusas plausibles para justificar el hecho de que sus vidas no reflejan la naturaleza del santo Creador. Se unen para formar una red teológica que elimina, casi por completo, cualquier necesidad de arrepentirse profunda y sinceramente.

Por lo tanto, esos errores son responsables en gran parte de la gran debilidad de la Iglesia en la actualidad. Desvían el corazón de las personas del verdadero arrepentimiento. Justifican que continuemos viviendo en pecado. "Curan superficialmente" el pecado del pueblo de Dios (Jr 8:11), proporcionando una especie de curita para su condición impura, lo que termina obstaculizando la limpieza del pecado que tan desesperadamente necesitamos para lograr una verdadera y santa intimidad con Dios. Esas doctrinas erradas son como virus de computadora que invadieron la Iglesia y le robaron su poder.

LA IGLESIA DE HOY NO ESTÁ SALUDABLE

Para ser honestos, hay que admitir que la salud espiritual de la Iglesia de hoy no está bien. La Iglesia no está bien. La prueba de eso es la cantidad excesiva de pecado en las congregaciones.

El adulterio, el sexo fuera del matrimonio, las mentiras, los engaños, los abortos, la traición, la lucha por el poder, los chismes, las calumnias, el odio, la envidia y el egoísmo son abundantes. La vestimenta, los hábitos, los valores y los pecados del mundo están invadiendo la Iglesia.

En nuestra lucha por la justicia, el mundo está venciendo. La influencia del mundo sobre la Iglesia es mucho mayor que la influencia de la Iglesia sobre el mundo. En vez de que el mundo se vuelva más recto, la Iglesia es la que se ha vuelto más mundana y pecadora.

Aunque pueda haber algunas valiosas excepciones, la tendencia general es obvia. Cualquiera que no quiera admitirlo, insiste en permanecer ciego.

Definitivamente, algo está mal. Pero ¿qué es lo que está mal? Satanás ha tenido éxito en insinuarle a la Iglesia algunas ideas erradas. Logró distorsionar algunas verdades cristianas fundamentales, transformándolas en mentiras parciales que afectan las relaciones de los creyentes con Cristo.

En lugar de un profundo arrepentimiento, tenemos un tipo de mensaje blando, diluido y tímido que hace parecer que Dios es quien busca gente que lo acepte. No se exige santidad alguna. No se enseña sobre el temor de Dios, ni se intenta obtenerlo. Hemos aceptado una serie de "creencias fáciles" que eliminan la idea del pecado de nuestras mentes.

¿Cómo se llegó a eso? ¿En qué se equivocó la Iglesia? Necesitamos dedicar un tiempo para reflexionar sobre esto, porque esos errores están profundamente arraigados y se han inculcado en la Iglesia, poco a poco, durante mucho tiempo. No existe una respuesta simple y rápida para nuestro dilema.

Sin embargo, creo que mientras veamos juntos la palabra de Dios, Su luz nos iluminará para mostrarnos un nuevo y vivo camino. Intentaremos resaltar cada idea falsa y mostrar cómo las escrituras han sido distorsionadas maliciosamente para que nuestras vidas no experimenten el impacto del poder de Dios. Por la gracia del Señor, podremos lograr un nuevo entendimiento de Su voluntad que nos lleve a Sus brazos.

EL ESFUERZO PROPIO

Un malentendido que impide que muchos busquen la verdadera santidad, es la idea de que este objetivo se deba lograr mediante nuestros propios esfuerzos. Al principio de sus vidas cristianas, muchos convertidos demuestran un gran fervor y una gran determinación para dejar de pecar. Sin embargo, a medida que pasa el tiempo o se manifiesta la carne, se dan cuenta de que esta meta es imposible.

Cuando miran a su alrededor, ven a otros que fracasan en su intento de domar el pecado. Entonces, reciben muchas enseñanzas que parecen explicar y justificar este fenómeno. Investigaremos estas enseñanzas.

El principal problema aquí es que estos creyentes no están entendiendo el evangelio. El plan de Dios no es que nuestra carne se haga santa. Su plan para nuestra antigua naturaleza y el pecado es la muerte. Debe morir para no pecar más. Su plan es eliminarlo completamente mediante la experiencia de nuestra crucifixión junto a Cristo.

Entonces vemos que es mediante Su propia vida que vive en nosotros y a través de nosotros que expresamos Su propia naturaleza santa y justa.

ELIMINACIÓN DEL PECADO

El plan de Dios para el pecado es eliminarlo de nuestras vidas. La táctica del diablo es intentar eliminarlo de nuestro vocabulario y de nuestras mentes. La idea de Dios es transformarnos a Su semejanza de manera que no pequemos más. Su intención es hacernos santos.

La distracción del enemigo es hacernos pensar que a Jesucristo no le preocupa mucho lo que hacemos, pensamos o decimos. El diablo quiere que creamos que, independientemente de la situación real, Dios pensará que somos santos.

La Iglesia de hoy parece predicar un mensaje de que a Dios no le preocupa nuestro pecado. Tal vez no sea algo que se diga abiertamente, pero existe un pensamiento generalizado y sutil de que tal vez las generaciones pasadas de cristianos eran demasiado estrictas. Tal vez las cosas en el pasado eran demasiado legalistas.

Tal vez el Dios del Antiguo Testamento, que apareció como fuego, humo, terremoto y un insoportable toque de trompeta en el Monte Sinaí, ha cambiado. Tal vez reconsideró Su postura y pensó que sería más aceptado y popular si fuera más tolerante. Tal vez ya “superó” Su actitud intolerante anterior.

A esta impresión contribuye una comprensión descarriada sobre el perdón. La enseñanza que la Iglesia ofrece acerca de este tema ha expandido el perdón de Dios mucho más allá de lo que Él planeó.

En nuestros días, parece que, si recibimos a Jesucristo, Él perdonará de inmediato todos nuestros pecados, incluidos los del pasado, del presente y del futuro. Además de eso, una vez que lo “aceptamos”, ya Él no se preocupará mucho de si pecamos o no y, de repente, se hará la vista gorda acerca de lo que ocurra. De acuerdo con esa doctrina tan popular, ya sea que se predique de forma sutil o explícita, cuando nos volvemos hijos de Dios, el pecado no tiene mucha importancia para nosotros ni para Él.

Aunque es verdad que Jesucristo puede perdonar cualquier pecado —con la excepción, claro, del pecado contra el Espíritu Santo— no es cierto que Él lo hará sin considerar las motivaciones de nuestros corazones. La sangre de Jesucristo es de altísimo valor para nosotros y para Dios. Esta sangre es el resultado de la muerte del único hijo de Dios, lo más preciado, íntimo y especial para Él. Jesucristo no donó sangre como lo haría alguien en un hospital. Él fue torturado, sufrió y murió para derramar Su sangre. Eso tuvo un alto precio. Por lo tanto, esa sangre es invaluable para los ojos de Dios.

Eso significa que cuando pedimos perdón a Dios por esa sangre, debemos hacerlo con total sinceridad. Hay que tomárselo en serio. No podemos arrepentirnos parcialmente; tenemos que estar plenamente dispuestos a abandonar nuestro pecado.

Dios conoce las motivaciones de nuestros corazones. Él conoce nuestros pensamientos secretos desde lejos (Sal 139:2). Esto significa que, si no se pide perdón con sinceridad desde el corazón, no podemos ser perdonados. Está escrito: “(...) acerquémonos [a Dios] con corazón sincero (...)” (Hb 10:22). Cualquier cosa diferente a eso no funcionará.

Dios no perdonará a un hipócrita. Cualquiera que piense que puede engañarlo o, simplemente, usar Su perdón como un medio para escapar de las consecuencias de sus acciones, encontrará una sorpresa desagradable. “Dios no puede ser burlado” (Gá 6:7). No puede haber perdón sin un arrepentimiento cien por ciento sincero. Está escrito: “Me buscaréis y me hallaréis, porque me buscaréis de todo vuestro corazón” (Jr 29:13).

El rey David amonestó a su hijo diciendo: “Y tú, Salomón, hijo mío, reconoce al Dios de tu padre, y sírvele con corazón perfecto y con ánimo generoso; porque Jehová escudriña los corazones de todos, y entiende todo intento de los pensamientos (...)” (I Cr 28:9).

FALTA DE ARREPENTIMIENTO

Es verdad, también, que Dios no perdonará pecados de los cuales no nos hayamos arrepentido. Si tuviéramos, en nuestras vidas, en el pasado o presente, pecados de los cuales no nos hayamos arrepentido todavía, no se nos han perdonado. No es cierto que, cuando “recibimos a Jesucristo”, nuestro registro celestial se limpia y podemos comenzar todo de nuevo, como si nunca hubiéramos hecho nada malo. Por el contrario, debemos arrepentirnos de los pecados que conocemos.

Además, necesitamos arrepentirnos de las cosas ocultas y olvidadas que Él traiga a la luz a medida que andemos con Él. Solamente entonces, Dios perdonará y olvidará los pecados. “Lo que antes fue, ya es, y lo que ha de ser, fue ya; y Dios restaura lo pasado” (Ec 3:15).

Mi intención no es exhortar a una total introspección. No quiero decir que debemos dedicar mucho tiempo a hurgar en el pasado para encontrar un error minúsculo. Simplemente, estoy diciendo lo obvio. Nada en el pasado o el presente está escondido para Él. Debemos estar atentos a Su Espíritu para que Él pueda convencernos de nuestros pecados, a fin de que podamos arrepentirnos y ser limpiados.

Es importante, también, que continuemos abiertos a la obra del Espíritu Santo que trae esas cosas a nuestra memoria, para que podamos disfrutar de un arrepentimiento y una transformación más plenos. Si estamos conscientes de un pecado y no nos arrepentimos por haberlo cometido, ¡no hay perdón de Dios!

Los creyentes inmundos que andan en pecado no son y no serán perdonados a menos que se arrepientan. Es completamente absurdo imaginar que serán perdonados. Este es un grave error. No existe posibilidad de que el Padre acepte la infinita y preciosa sangre de Su Hijo como una oferta para perdonar a un creyente que continúa pecando y no se arrepiente. “(...) porque Jehová escudriña los corazones de todos, y entiende todo intento de los pensamientos” (I Cr 28:9).

JUSTIFICACIÓN

Otra doctrina que ha alterado la verdad es la de la justificación por la fe. Parece que hoy muchas personas piensan que eso significa que una vez que crean en algunas verdades acerca de Jesucristo, como Su divinidad, Su muerte y resurrección, etc., estarán completamente justificadas delante de Dios. Imaginan que, desde ese momento, Dios no puede ver sus pecados, sino únicamente la sangre de Jesucristo. Nada podría estar más lejos de la verdad.

Dios siempre sabe cuándo pecamos. Eso es innegable. Cada vez que pecamos, Él sabe todo lo que sucedió. Nuestro Padre nunca pierde la cuenta de cuantos cabellos hay en nuestra cabeza (Mt 10:30). ¿Cómo podría Él no darse cuenta cuando pecamos? Partiendo de este hecho, ¿qué significa, entonces, ser justificado?

Ser justificado significa que Dios nos considera justos; que Él tiene una relación personal con nosotros e interactúa con nosotros como si fuéramos verdaderamente justos. Por causa de la sangre de Su Hijo, Él puede tener comunión con nosotros de ese modo. Y Él tiene una base “legal” para actuar así por algo llamado “fe”. Somos justificados delante de Dios por nuestra fe en Jesucristo.

¿Qué es fe exactamente? Es de extrema importancia que entendamos este concepto, porque es a través de la fe que somos justificados. Si la tenemos, Dios nos tendrá por justos. De lo contrario, Él no nos considerará justos. Entonces, es esencial que tengamos esa fe, a fin de que continuemos disfrutando de esta relación bendecida con Dios.

¿QUÉ ES LA FE?

En pocas palabras, la fe es nuestra respuesta cuando Dios se revela. Él nos revela algo sobre Sí mismo y respondemos afirmando que eso verdaderamente viene de Él. Está escrito: “Este principio de señales hizo Jesús en Caná de Galilea, y manifestó su gloria; y sus discípulos creyeron en él” (Jn 2:11).

Tenga en cuenta el orden de estas cosas. Primero, Jesucristo se manifestó. Después, los discípulos creyeron. A menos que Dios nos revele algo de Sí mismo a nosotros, es imposible creer. No podemos definir con palabras humanas la manera en que Dios se le revela a cada persona. Para Él, hay un sinfín de formas y medios.

Creo firmemente que a cada ser humano se le ha mostrado (o se le mostrará) la persona de Cristo durante su vida, de una forma u otra. Fe es cuando el individuo tiene una reacción positiva. Desobediencia es cuando alguien rechaza lo que percibió. Cuando Dios se revela, el corazón humano o ama y aprueba lo que recibe, o lo odia y rechaza.

La fe no es un ejercicio mental. No es una afirmación de algunas verdades sobre Jesucristo. Nos convertimos porque, de alguna forma, vislumbramos la Persona de Cristo y creímos en Él, y no porque simplemente creímos en algunas verdades doctrinales acerca de Él. Somos salvos por nuestra fe en Él, y no por una teología sobre Él.

La verdadera fe es nuestra respuesta a la revelación de Dios. Cuando Él se nos revela y confirmamos que lo que vimos viene de Él, solo entonces, somos justificados. Cuando habla, nosotros escuchamos. Cuando revela Su carácter, lo amamos. Cuando nos muestra Sus caminos, los aprobamos. Cuando nos revela nuestros pecados, estamos de acuerdo con lo que vemos. Esta es nuestra respuesta de fe a Su revelación. Luego de esto, Dios interactúa con nosotros basado en la sangre de Jesucristo, y nos considera justos.

Supongamos que pecamos. Hicimos o dijimos algo que ofendió al Señor. En nuestro espíritu, Dios revela Su descontento. Sentimos Su hablar en nuestra consciencia. Él nos revela cómo lo ofendió nuestro error, pero, tal vez, no respondemos con fe. Rechazamos Su voz en nuestra consciencia. Es posible que nos resistamos a lo que nos revela sobre Su justicia en relación con nuestra falla. En nuestros pensamientos, nos justificamos a nosotros mismos. En vez de creer —respondiendo con arrepentimiento para, luego, ser justificados por Él— rechazamos Su revelación.

Por consiguiente, ya no estamos viviendo por fe. No estamos respondiendo positivamente a Su revelación. Él nos está hablando, pero no lo estamos escuchando. Nos está revelando algo, pero nos estamos resistiendo a esa revelación. No estamos creyendo ni aceptando lo que nos está mostrando. Nos está revelando nuestro pecado, pero estamos rechazando esa revelación.

¿Puede ser posible que Él todavía nos considere justos? ¿Todavía estaríamos andando por fe? ¿La fe que un día tuvimos sería suficiente para engañarlo y que no se dé cuenta de que estamos rebelándonos contra Él ahora? ¿Estamos justificados delante de Él con nuestra rebeldía actual? ¡Definitivamente no!

FE VIVA QUE JUSTIFICA

A fin de que nuestra fe sea genuina, necesita estar actualizada. Debe estar activa hoy, en este momento exacto. Santiago dejó esto muy claro cuando dijo: “(...) la fe sin obras está muerta” (Stg 2:26). Eso quiere decir que, si nuestra fe está viva y, por tanto, es genuina, se manifestará hoy en nuestras acciones. Nuestras “obras” —lo que hacemos y decimos— reflejan que nuestra fe está viva; demuestran que estamos en contacto activamente con nuestro Creador.

Nuestra fe presente está viva cuando nos lleva a una relación íntima con Dios y cuando Él está en comunión con nosotros. De esta manera es que “(…) por fe andamos, no por vista” (II Co 5:7). Andamos en comunión con Él, siempre respondiendo con fe a lo que Él nos revela de Sí mismo en cada momento. El resultado de esa comunión son nuestras acciones u “obras” que revelan que nuestra fe está viva.

Por otro lado, la fe muerta no nos justificará. Una fe desactualizada, que en este exacto momento no está respondiendo a lo que Dios está revelando, no puede agradar a Dios. Es una fe muerta e inútil.

Incluso los demonios tienen una especie de fe, tal vez más que muchos cristianos. Ellos creen en muchas verdades acerca del Altísimo. Hasta tienen el buen criterio de temblar cuando piensan en esas verdades. Pero no tienen comunión con Dios. No están en una relación de fe con Él. No responden a Su dirección en cada momento. No están siendo justificados. De la misma forma, la fe muerta de un cristiano no puede justificarlo delante de Dios.

Una fe muerta es algo que pertenece al pasado. Es algo que una vez creímos cuando respondimos al Señor. La fe muerta es una cosa mental y estática de algo de lo que fuimos convencidos una vez.

Pero tales hechos del pasado no constituyen una fe que nos justifique ahora, delante de Dios. Por ejemplo, supongamos que un día usted creyó en Jesucristo. Él se le reveló y usted respondió positivamente a esa revelación. Creyó en Él y nació de nuevo. Hasta aquel momento, su fe era viva. Usted fue justificado por Él.

¿Y hoy? ¿Su fe todavía es activa y viva? ¿Todavía está respondiendo a todo que Él le revela sobre sí mismo y Su voluntad? ¿Está disfrutando de una vida en comunión con Él? ¿Está oyéndolo y obedeciendo? ¿Su fe, hasta este minuto, es del tipo que lo justifica? ¿O está en una posición un tanto distante de Él?

Para que seamos justificados por la fe hoy, debemos tener una fe que esté activa hoy. Tomemos un ejemplo de personas que recibieron al Señor hace algunos años, pero que, en el intervalo entre aquel momento y ahora, comenzaron a vivir en pecado.

Supongamos que comenzaron a tener relaciones sexuales fuera del matrimonio, mentir acerca de algunas cosas, hacer cosas ilícitas o robar en el trabajo, consumir drogas o hacer otras cosas similares. ¿Cree que Dios considera que esas personas son justas o rectas? ¿Cree que Él se volvió ciego y tonto?

Para que estas personas sean justificadas de nuevo, deben arrepentirse. Deben reactivar su fe y hacerse obedientes. Deben responder a lo que Dios les está hablando en sus espíritus en este momento, y arrepentirse. Si hicieran eso, Dios las considerará justificadas otra vez. Él tendrá comunión con ellas nuevamente, basado en la sangre de Jesucristo.

Pero si alguien decidiera continuar viviendo en pecado, si se opusiera a la obra del Espíritu Santo en su vida y se resistiera a Su convicción de pecado, continuará teniendo una fe muerta. Por lo tanto, no estará siendo justificada. Esas personas necesitan arrepentirse. Necesitan buscar el perdón de Dios, repudiar sus pecados y colocar la parte de sus almas que está produciendo el pecado para morir junto en la crucifixión con Jesucristo.

Solamente entonces estarán calificadas, una vez más, para considerarse justificadas a los ojos de Dios. Esta es la verdadera justificación por la fe.

Se nos dijo claramente: “El justo por la fe vivirá” (Gá 3:11). Dios nos considera justos solo cuando estamos “viviendo por la fe” de la manera descrita anteriormente.

¿ES POSIBLE IR DEMASIADO LEJOS?

Lo que hemos mencionado nos hace plantear una importante pregunta. ¿Es posible ir demasiado lejos? ¿Un hijo de Dios puede pecar y continuar pecando hasta que ya no pueda arrepentirse? La respuesta parece ser “sí”. Parece ser posible que las personas endurezcan sus corazones, vayan contra su propia consciencia y se resistan a Dios hasta llegar a un punto en el que ya no puedan arrepentirse. Ya no se sienten tristes de verdad por sus pecados delante de Dios.

Está escrito en He 6:4-8: “Es imposible que los que una vez fueron iluminados, gustaron del don celestial, fueron hechos partícipes del Espíritu Santo y asimismo gustaron de la buena palabra de Dios y los poderes del mundo venidero, y recayeron, sean otra vez renovados para arrepentimiento, crucificando de nuevo para sí mismos al Hijo de Dios y exponiéndolo a la burla. La tierra que bebe la lluvia que muchas veces cae sobre ella, y produce hierba provechosa a aquellos por los cuales es labrada, recibe bendición de Dios; pero la que produce espinos y abrojos es reprobada, está próxima a ser maldecida y su fin es ser quemada”.

Tenga en cuenta que el fin de tales creyentes es “ser quemados”. Tal vez recuerde el comienzo de este libro, cuando hablamos de la intensa y ardiente presencia de Dios. Es posible que también recuerde que cualquier cosa pecaminosa y no transformada será consumida en Su presencia. La presencia del Dios Santo quemará cualquier cosa que no coincida con Su naturaleza. Esos versículos confirman todo lo que hemos hablado.

Por lo tanto, todos debemos tener una buena dosis de temor de Dios. Debemos tratar nuestra preciosa relación con Jesucristo como algo serio y extremamente importante. Nunca debemos jugar con el pecado ni con el sacrificio de nuestro Señor por nosotros. Estemos conscientes de las serias consecuencias del pecado. “Conociendo, pues, el temor del Señor, persuadimos a los hombres” (II Co 5:11). (Tenga en cuenta que el contexto de ese versículo habla solamente acerca de creyentes.)

Esaú es un ejemplo de alguien que no pudo arrepentirse. Llegó a tal punto de dureza de su corazón que no pudo arrepentirse genuinamente. Su corazón había perdido la calidez hacia el Señor. No le dio la debida importancia a las cosas preciosas del Señor y las intercambió por gratificación temporaria y terrenal. Pero un día se dio cuenta de lo que había perdido y lo quiso recuperar.

Sin embargo, parece que lo quería recuperar sin reconocer sinceramente su pecado. Tal vez se haya dado cuenta de que había perdido algo, pero no estaba dispuesto a confesar su error humildemente. Él quería rasgar sus vestimentas, pero no su corazón (Jl 2:13).

Incluso llorar y lamentarse delante de Dios no pudo devolverle lo que había perdido. No pudo lograr un arrepentimiento genuino. “Ya sabéis que aun después, deseando heredar la bendición, fue desechado, y no tuvo oportunidad para el arrepentimiento, aunque la procuró con lágrimas” (Hb 12:17).

Esa historia terrible debe servirnos de aviso a todos nosotros. Siempre debemos tomarnos en serio las preciosas cosas de Dios. Debemos acudir a Él con reverencia y divino temor. Debemos tener el más alto respeto por lo que Él ha hecho por nosotros. Nuestro arrepentimiento debe ser sincero. Nuestra fe debe ser viva. Solamente de esa manera nos considerará aptos cuando Él vuelva.

Hay otro pasaje de la Biblia que confirma esa misma verdad: “Si pecáremos voluntariamente después de haber recibido el conocimiento de la verdad, ya no queda más sacrificio por los pecados, sino una horrenda expectación de juicio y de hervor de fuego que ha de devorar a los adversarios. El que viola la Ley de Moisés, por el testimonio de dos o de tres testigos muere irremisiblemente. ¿Cuánto mayor castigo pensáis que merecerá el que pisotee al Hijo de Dios, y tenga por inmunda la sangre del pacto en la cual fue santificado y ofenda al Espíritu de gracia? Pues conocemos al que dijo: ‘Mía es la venganza, yo daré el pago’, dice el Señor. Y otra vez: ‘El Señor juzgará a su pueblo.’ ¡Horrenda cosa es caer en manos del Dios vivo!” (Hb 10:26-31).

Ese pasaje está hablando claramente sobre los cristianos. Solamente ellos pueden ser calificados como “nosotros”, los que ya han “recibido el conocimiento de la verdad” y “Su pueblo”. Una vez más se habla del “fuego” que viene de Jesucristo para los no arrepentidos, que “ha de devorar” a aquellos que sean desobedientes. La palabra “adversarios” no necesariamente se refiere a “enemigos” o incrédulos, sino a aquellos que se han puesto en contra o en oposición de Jesucristo.

El “pecado voluntario” sobre el que leímos aquí no es aquel que ocasionalmente cometemos sabiendo que es errado. La verdad es que todos los creyentes hacen eso de vez en cuando. Se refiere a cuando el individuo persiste en el pecado conociéndolo. Continúa en rebeldía, resistiéndose a la convicción del Espíritu Santo por un período largo. Esa rebelión obstinada parece producir una dureza de corazón que, con el tiempo, hace imposible que un creyente se pueda arrepentir con sinceridad.

UN EJEMPLO MODERNO

Tuvimos una experiencia reciente con una persona en una situación similar. Un hombre que conocimos cometió adulterio con la esposa de otro hombre, una hermana de la Iglesia. Cuando fuimos a hablar con el hermano, lo exhortamos para que se arrepintiera, y no para un simple y rápido “discúlpeme”, sino para sentir un profundo sentimiento de culpa y aborrecerse.

Le dijimos lo que sus acciones podrían causar, tal como ocurre en situaciones similares: podría destruir el matrimonio de la otra mujer; provocar un divorcio; dejar niños sin uno de sus padres y, tal vez, sin soporte financiero; además de causar un gran número de consecuencias permanentes, dolorosas, crueles y devastadoras. Como las olas en un lago cuando se lanza una piedra, el pecado trae consecuencias que impactan muchas otras vidas a nuestro alrededor.

Durante nuestra conversación, descubrimos que la vida de aquel hombre tenía una larga historia de adulterio y pecados sexuales. Era algo que lo había dominado durante varios años. Parecía que nunca había sido capaz de llegar a un profundo y real arrepentimiento, lo que impedía que Dios lo limpiara. Entonces, sugerimos que eso era lo que él necesitaba: llegar al punto de aborrecerse a sí mismo y sus lujurias y arrepentirse verdaderamente.

Su respuesta para nosotros fue algo como esto: “Yo ya estoy restaurado”. “Ya me reconcilié con Dios”. “No necesito nada de lo que me están sugiriendo”. “¡Rechazo esa idea!”. Lamentablemente, no tuvimos más opción que dejarlo con su rechazo al arrepentimiento sincero e introspectivo. Es completamente posible que, sin tal arrepentimiento, aquel pecado continúe operando en su vida y alcance las vidas de otros también. Lo último que escuché sobre él es que ahora es el pastor de una Iglesia en una ciudad cercana.

Juan enseña que “(...) Hay pecado de muerte” (I Jn 5:16). Eso no necesariamente se refiere a la muerte física, sino que puede referirse a la destrucción final del alma pecaminosa. Parece que hay un límite que puede cruzar un cristiano que impide que pueda arrepentirse.

Juan explica que no debemos orar por esas personas. Nuestras oraciones no tendrían utilidad. Sus destinos están sellados. Aunque la oración por otros creyentes en pecado hará que florezca la “vida” de Dios en ellos, la oración por una persona que no se arrepiente no tendrá ningún efecto positivo.

La verdad es que es casi imposible saber cuándo alguien ha ido demasiado lejos. De ninguna forma humana y natural se puede identificar que alguien ha pasado este punto. Solamente Dios conoce nuestros corazones. Él sabe dónde queda ese límite.

Entonces, queridos hermanos y hermanas, permanezcamos lejos de esa línea. No dejemos que nuestra fe vacile. Mantengamos una relación de fe viva con nuestro Creador y siempre dejemos que Él nos lleve a un arrepentimiento profundo.

NO SE PUEDE SER REALMENTE SANTO

Hay otra mentira muy común en nuestros días: la idea de que los cristianos no pueden ser santos. Parece que muchos —tal vez la mayoría de los creyentes — piensan que podemos dejar atrás algunos de nuestros pecados más prominentes, pero que no es posible lograr una santidad real y visible.

Parecen creer que pueden mejorar un poco en esta vida, pero que ser verdaderamente santo es un sueño imposible de alcanzar. Otra creencia va de la mano con esa: la de que a Dios no le importa mucho eso. Que a Él no le importa si somos completamente santos o no.

Esa mentira impide que los creyentes puedan alcanzar el objetivo. No esperan ser verdaderamente purificados del pecado. No esperan poder cambiar de forma dramática, así que, simplemente, se adaptan a sus vidas de imperfección y pecado.

Pero Dios en Su palabra nos exhorta a ser santos: “(...) sino, como aquel que os llamó es santo, sed también vosotros santos en toda vuestra manera de vivir; porque escrito está: Sed santos, porque yo soy santo” (I Pe 1:15, 16). También se nos enseñó: “Seguid la paz con todos y la santidad, sin la cual nadie verá al Señor” (Hb 12:14). En II Corintios 7:1, se nos exhorta a perfeccionar la santidad en el temor de Dios. Esos son solamente algunos de los varios versículos en la Biblia en los que se nos exhorta a buscar la rectitud y santidad.

Esa santidad que nos pide el Maestro no es algo que existe solamente en Su mente. No es algo meramente teórico, mental o doctrinal. No es una postura. Es un tipo de santidad que es real, tangible y vivida por nosotros. Es una pureza que los demás notan. Es una rectitud que es visible para aquellos que viven y se relacionan con nosotros.

Esa vida sobrenatural, de rectitud genuina, no es algo que podamos producir. No es un resultado del esfuerzo humano. No es algo que se adquiere a través de fuerza de voluntad, determinación o dedicación.

El estándar de justicia requerido va mucho más allá de lo que cualquier ser humano pueda alcanzar. Por el contrario, es el resultado de otra vida. Se logra cuando alguien verdaderamente recto vive en nosotros y se manifiesta a través de nosotros.

Como hemos visto, el plan de Dios es darnos Su propia vida. Después, Su vida crecerá dentro de nosotros. A medida que crece, se expresará de forma cada vez más clara. Su propia naturaleza, que es supremamente santa, comenzará a notarse en nosotros. Por consiguiente, comenzaremos a exhibir una justicia genuina y visible. Pensaremos, diremos y haremos cosas santas.

Sin embargo, esa rectitud no es algo que “nosotros” hacemos. No proviene de nosotros (Ef 2:8), sino de Dios. Es el resultado de que Su vida viva, se mueva, piense y sienta dentro de nosotros. Ese es Su plan.

Insistir que no podemos ser perfectos es insistir que la obra de la salvación de Jesucristo también fue imperfecta. Es como decir que fue incompleta. Cuando se piensa de esa forma, se afirma que aunque podemos cambiar un poco, la obra de Dios en la cruz no es suficiente para completar el trabajo en nuestras vidas. Es obvio que eso no puede ser verdad. Él dijo claramente: “¡Consumado es!” (Jn 19:30).

Además de eso, pensar que no podemos ser perfectos es declarar que la vida de Jesucristo no es perfecta, pues es Su vida la que debe manifestarse por medio de nosotros. Si se nos exigiera que lográramos algún tipo de rectitud propia, es evidente que nunca podríamos ser perfectos. Pero, ya que es la vida perfecta del propio Dios la que vive en nosotros, ciertamente podemos reflejar Su naturaleza de todas las formas. Nuestra vieja vida fue completamente crucificada con Él y Su nueva vida está completamente disponible para nosotros.

El camino para obtener esa vida elevada es el arrepentimiento. Todos necesitamos experimentar un constante y profundo arrepentimiento para obtener vida. Cuanto más Dios nos capacita para arrepentirnos, más experimentamos Su muerte y resurrección. Cuánto más Su vida crece dentro de nosotros y comienza a predominar en nuestro interior, más tendremos el privilegio de disfrutar y exhibir verdadera santidad.

Nunca debemos mirar el comportamiento de aquellos que nos rodean y justificar nuestros pecados por su incapacidad de ser santos. Debemos mirar atentamente el rostro de Jesucristo, permitiendo que nos transforme en aquello que Él es. Esa es la verdadera salvación.

TRANSFORMACIÓN INSTANTÁNEA

Otro error común encontrado en la Iglesia contemporánea es el pensamiento de que nuestra condición presente no es tan importante porque seremos transformados súbitamente más tarde. Muchas personas creen que, cuando Jesucristo vuelva, todos seremos transformados instantáneamente en aquel momento. Tal vez Él nos toque con una varita mágica y ¡puf!, seremos inmediatamente santos y justos.

Muchos piensan: ¿por qué necesitamos ser santos hoy? Parece ser tan “difícil”. ¿Qué diferencia tiene si todavía somos un poco pecaminosos, si nos permitimos un poco de placer sexual, si de vez en cuando cometemos algún error o si nos permitimos hacer cosas que sabemos que están mal? Si todos seremos transformados instantáneamente más adelante, ¿qué diferencia tiene si somos completamente santos o no, hoy?

Ese error parece basarse, principalmente, en el siguiente versículo: “Os digo un misterio: No todos moriremos; pero todos seremos transformados, en un momento, en un abrir y cerrar de ojos, a la final trompeta, porque se tocará la trompeta, y los muertos serán resucitados incorruptibles y nosotros seremos transformados” (I Co 15:51, 52). No cabe duda de que lo que dice este versículo es cierto. Eso pasará.

Sin embargo, necesitamos estar conscientes de su contexto. Ese pasaje está hablando sobre la glorificación de nuestro cuerpo. No se refiere a las almas. Nuestro cuerpo será instantáneamente transformado.

Pero con respecto a nuestro interior, nuestra alma, la Biblia siempre dice que se trata de un proceso y no de un evento. Es algo que necesitamos “desarrollar” con temor y obediencia, cooperando con Dios (Fp 2:12). Eso es algo que toma tiempo.

En ninguna parte de la Palabra de Dios se establece la noción de que la transformación del alma sea un evento instantáneo. En todo el Nuevo Testamento, se nos exhorta a perseverar, a obtener, a cargar la cruz, a negarnos a nosotros mismos y a que nos hagamos santos aquí y ahora.

La vida de Dios debe crecer y madurar en nosotros. Ese proceso requiere tiempo y disposición. Ninguna vida madura de repente. Solo un hongo, un insignificante y blando hongo, es capaz de brotar de la noche a la mañana. Solamente a través de nuestro continuo y cada vez más profundo arrepentimiento podremos llenarnos de la vida de Dios y no avergonzarnos de reunirnos con Él cuando vuelva.

Ya que la verdadera santidad es el resultado de que la vida divina de Dios crezca dentro de nosotros, ¿cómo sería posible que esa vida creciera instantáneamente? No tiene sentido pensar que, después de resistirnos a la transformación por muchos años, después de rehusarnos a dejar que nuestra propia vida muera, después de rechazar tercamente y no ceder ante las palabras de Jesucristo, de repente, cuando Él vuelva, nos subyugará y transformará de inmediato.

Esto no es más que una tontería y una ilusión. Significa que no se entiende cómo funciona el proceso de la transformación.

MALENTENDIDOS ACERCA DEL PERDÓN

El perdón es algo maravilloso. Todos lo necesitamos. Somos bendecidos por el hecho de que Dios es un Dios de compasión y perdón. Sin el perdón que Jesucristo nos da, estaríamos completamente perdidos. El poder del perdón por la sangre de Jesucristo tiene un valor inestimable.

Aunque eso es cierto, muchos creyentes interpretan el perdón erróneamente. Suponen que la misión de Jesucristo, cuando vino a la tierra y murió por nuestros pecados, fue meramente para perdonarnos. Tal vez imaginaron que la próxima nueva creación estará llena de pecadores que seguirán pecando y necesitarán ser perdonados todos los días. Tal vez piensen que continuarán pecando eternamente y que Dios continuará perdonándolos para siempre.

La verdad es que cualquiera que peque no podrá entrar en el futuro nuevo mundo. Serán completamente excluidos. Si entrasen, podrían pecar. De hecho, sería inevitable. Tarde o temprano pecarían y ese pecado destruiría la nueva creación de Dios. Por esa razón, no tendrían permiso para entrar.

Veamos el ejemplo de Adán y Eva. ¿Cuántos pecados fueron necesarios para destruir la presente creación de Dios? Solamente uno, pero ese pecado tal vez no parezca tan malo a nuestros ojos. Eva no mató a nadie. No cometió pecado sexual, como muchos piensan. No le robó a nadie. Por el contrario, su pecado fue una simple desobediencia.

Aunque ese pecado parezca relativamente “pequeño”, fue lo suficiente para devastar la tierra recién creada por Dios. Todo dio errado. La muerte tuvo su inicio. Una infinita variedad de pecados comenzó a crecer en el corazón del hombre y a manifestarse. El asesinato no tardó en aparecer. Guerras, violaciones, robos, odio, conflictos y todo tipo de maldades que llenan nuestro mundo actual provinieron de aquel “pequeño” incidente.

Incluso el curso de la naturaleza cambió. La tierra comenzó a producir maleza. Los animales comenzaron a matar y a comerse unos a los otros. Plagas de insectos comenzaron a atormentar a hombres y animales. Aparecieron enfermedades. Ocurrieron hambrunas y plagas. Aparecieron perversidades de todo tipo.

Por lo tanto, es fácil concluir que ningún pecador entrará en la nueva creación. Ellos, simplemente, no tienen permiso para entrar. Si entraran, luego pecarían y echarían a perder la nueva creación, como nuestros ancestros echaron a perder la actual.

Por este motivo, antes de que la nueva creación comience, hace falta solucionar el problema del pecado en nuestras vidas. Algo necesita ocurrir. Necesitamos ser transformados hasta que no pequemos más. Necesitamos ser transformados a la imagen de un Cristo santo.

La gran bendición es que nuestro amado Dios tiene un plan. Él nos ofrece una provisión completa a fin de que podamos ser absolutamente transformados. Su plan se llama: “arrepentimiento para la vida”.

Está escrito: “Si confesamos nuestros pecados, él es fiel y justo para perdonar nuestros pecados, y limpiarnos de toda maldad” (I Jn 1:9). Ese versículo nos muestra que Dios hará dos cosas. Cuando nos arrepintamos, es decir, “confesemos” nuestro pecado, Él nos perdonará. Pero también hará algo más. Él nos “limpiará”.

La palabra “limpiar” no es solo un sinónimo de perdonar. Significa que Él obra en nosotros para limpiarnos de forma que no pequemos más. El pecado que nos contaminaba será limpiado de nuestras vidas. Dios trabaja junto con nosotros para crucificar nuestra vida y naturaleza pecaminosa y sustituirlas por Su propia vida y naturaleza santa. Ese es exactamente Su maravilloso plan para todo creyente.

Es interesante que la palabra “confesar”, en griego, significa “hablar juntos”, como si dos personas dijeran lo mismo al mismo tiempo. Así que una vez más vemos que cuando estamos de acuerdo (hablamos juntos) con Dios sobre nuestro pecado y Su juicio de muerte hacia nosotros, Él nos perdonará y limpiará.

Como puede ver, el perdón no es el máximo propósito de Dios. No es el fin. No es Su intención final. Por el contrario, es el medio por el cual se alcanza ese fin. Ese “fin” es la completa transformación de nuestra alma. Él nos perdona para que pueda comenzar una relación con nosotros. Su perdón, basado en la sangre de Jesús, permite que Su santidad interactúe con nosotros.

Pero esa interacción no es solamente tolerar o pasar por alto nuestro pecado. Existe un propósito mucho más importante: cambiarnos y purificar nuestras vidas completamente a fin de que no pequemos más. Hacernos parecidos a Él. Prepararnos para Su venida. Alabado sea Dios, ¡Él prometió purificarnos de todo pecado!

El perdón, que está abundantemente disponible para todos, es lo que abre el camino para que nos acerquemos a Dios. Tal vez pueda compararse a una especie de boleto que usamos para entrar a un espectáculo o un evento deportivo. El verdadero “espectáculo” es la transformación, o la salvación, de nuestras almas. Este es el resultado que el perdón nos permite experimentar.

A través del perdón de Dios, tenemos acceso a la salvación que nos otorga. El perdón es el camino por el cual accedemos a todo lo que Jesucristo tiene para nosotros. No abusemos de ese perdón imaginando que es una manera fácil de evitar el futuro juicio de Dios, más bien usémoslo para obtener todo lo que Él ha hecho disponible para nosotros.

Fin del Capítulo 3

Use los siguientes hipervínculos para leer otros capítulos

Capítulo 1: Arrepentimiento Para la Vida

Capítulo 2: El Proceso de Arrepentimiento

Capítulo 4: El Juicio Venidero