Ministerio Grano de Trigo

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Arrepentimiento Para la Vida


LA SALVACIÓN DEL ALMA

UNA PUBLICACIÓN DE MINISTERIO “GRANO DE TRIGO”

Escrito por David W. Dyer

ÍNDICE

Capítulo 1: Arrepentimiento Para la Vida

Capítulo 2: El Processo de Arrepentimiento

Capítulo 3: La Verdad que nos Liberta

Capítulo 4: El Juicio Venidero


Prefacio

En Proverbios 1:7, leemos que: “El principio de la sabiduría es el temor de Jehová; (...)”. Aquí, aprendemos que, para comenzar a tener "conocimiento" —que debe incluir conocimiento sobre la Persona de Dios—, debemos tener algo esencial llamado "el temor del Señor".

¿Qué es ese temor? Es un respeto reverente a Dios. Es la percepción de Su ilimitado poder. Es la conciencia de que Su pureza y santidad representan un estándar en el cual debemos vivir (I Pe 1:16). Es el conocimiento interior de que, algún día, seremos juzgados por Él debido a nuestras acciones, palabras e incluso nuestros pensamientos. Es algo que, cuando se comprende correctamente, nos hace temblar delante de Su poderosa presencia. Es un sentimiento que nos lleva a buscarlo para limpiar nuestras vidas y estar listos para cuando Él regrese.

Sin embargo, gran parte de la Iglesia de nuestros días parece ignorar ese temor. Aquellos que temen Su palabra (Is 66:5) parecen ser una minoría. El temor del Señor, que debería ser fundamental para todo, es tratado como si estuviese obsoleto o como si fuese algo solamente destinado a los cristianos estrictos, rígidos y legalistas.

Esa falta de temor da como resultado muchos creyentes que viven en pecado. Sus vidas no son puras ni santas. No reflejan el carácter de Cristo en su vida diaria. Muchos están cometiendo pecados sexuales. Otros están viciados con remedios o drogas ilegales. Otros son deshonestos, iracundos, irritables, no cumplen sus promesas y/o piensan solamente en sí mismos. Otras personas todavía se hacen abortos en secreto, pasan horas viendo todo tipo de pornografía, odian a sus hermanos, no perdonan a aquellos que los han ofendido y todavía se declaran convertidos a Cristo.

¿Cómo puede ser que la Iglesia que Jesús quiere recibir para Sí sin mancha ni arruga (Ef 5:27) esté llena de impurezas, inmundicias y pecados? ¿Cómo es que aquellos que profesan el nombre del Señor no se apartan de la iniquidad? (II Tm 2:19). Además de no apartarse, parece que muchos, inclusive los que hablan desde el púlpito, están fortaleciendo ese tipo de comportamiento mundano.

Sin embargo, todavía hay esperanza. Los creyentes necesitan orar con urgencia hoy, pidiendo a Dios que, por Su misericordia, nosotros, Su pueblo, podamos llegar a conocer el temor del Señor. Está escrito: "(...) Y con el temor de Jehová los hombres se apartan del mal" (Pr 16:6). Si, por la gracia de Dios, llegáramos a experimentar ese santo temor, nuestras vidas serían transformadas. Nos sentiríamos ansiosos de buscar Su rostro. Seríamos impulsados a clamar por Su salvación y por la purificación total de nuestro ser.

¿Cómo podemos tener más temor del Señor? Mirándolo a Él. Aprendiendo más sobre quién es Él. Vislumbrando Su poder y Su gloria.

El temor del Señor se obtiene cuando se entiende verdaderamente Su palabra, se recibe más revelación acerca de Sus propósitos y se conoce más perfectamente la voluntad de Él para con Su pueblo.

Este pequeño libro tiene el propósito de satisfacer esa necesidad. Es una pequeña reflexión sobre lo que este autor comprende como uno de los fundamentos perdidos del Evangelio. Oro para que Dios lo use para hablar a la vida de los lectores y guiarlos a tener una íntima relación con Él que transforme sus vidas.

D.W.D.

“(...); desde el profeta hasta el sacerdote todos practican el engaño. Y curan la herida de la hija de mi pueblo con liviandad, diciendo: “Paz, paz”, ¡y no hay paz!” (Jer 8:10c, 11; RVR 1995).

"Cuando pases por las aguas, yo estaré contigo; y si por los ríos, no te anegarán. Cuando pases por el fuego, no te quemarás, ni la llama arderá en ti" (Is 43:2; RVR 1995).



Capítulo 1
ARREPENTIMIENTO PARA LA VIDA

(...) Entonces, oídas estas cosas, callaron, y glorificaron a Dios, diciendo: ¡De manera que también a los gentiles ha dado Dios arrepentimiento para vida!” (Hch 11:18; RVR 1995).

El versículo citado muestra una sucesión de eventos. Indica una acción que resulta en el recibimiento de un beneficio. La acción es llamada "arrepentimiento". El beneficio se describe como "vida".

Este proceso fue algo que experimentaron todos los participantes de la iglesia primitiva. El hecho de que esta incluía tanto a los judíos como a los gentiles se indica mediante la palabra "también". Era algo básico y esencial por lo cual ellos pasaban y lo consideraban fundamental para ser creyentes en Jesús.

Esa experiencia constituía la prueba para los creyentes judíos y, posteriormente, para los gentiles, de que se habían convertido genuinamente. Para ellos, el arrepentimiento y el recibimiento de esta vida eran el centro del mensaje de Jesús.

Así como en los días del libro de Hechos, hoy también es imperativo que cada creyente entienda ese proceso y pase igualmente por él. Todos necesitamos pasar por dicho proceso para que nuestra fe sea genuina y sus beneficios sean completamente comprendidos y experimentados.

Para que recibamos la totalidad de las bendiciones que son nuestras en Cristo, es esencial que comprendamos con precisión lo que se expresa en el versículo citado en el inicio. Con este propósito, pasaremos un tiempo investigando algunos de sus términos.

¿QUÉ VIDA ES ESTA?

Para comenzar, ¿cuál el significado exacto de la palabra "vida"? Todo habitante de la tierra ya tiene una especie de vida, de lo contrario, no estaría aquí. Entonces, ¿qué tipo de vida es esa que requiere nuestro arrepentimiento para que la tengamos? Obviamente, es algo que las personas naturales aún no tienen. Es algo que todavía necesitan recibir.

Quizás algunos piensen que esa "vida" se refiere a la futura vida en el Cielo, pero no es este el caso. Otros pueden imaginar que es una extensión de su vida humana, que no morirán, sino que permanecerán vivos para siempre. De cualquier manera, este tampoco es el significado.

Otros podrían suponer que este tipo de vida es una mejoría de su existencia humana, como un aditivo de gasolina que les podría dar más potencia y kilometraje. Pero ese tampoco es el significado de "vida". ¡La vida mencionada en ese versículo es la preciosa vida de Dios!

Podemos estar seguros de eso debido al uso de una palabra especial para "vida" en el texto original en griego. Esa palabra específica es lo que nos permite entenderlo verdaderamente. La palabra "vida" viene de un vocablo griego peculiar: "ZÕE". Esta palabra fue escogida por los autores del Nuevo Testamento para referirse a la vida del propio Dios. Entonces, se entiende que la vida que pretendemos recibir es la vida de otra persona, la vida del mismísimo Dios.

La lengua española tiene solamente una palabra para vida, pero el griego es mucho más complejo. Hay varias palabras para referirse a diferentes tipos de vida y distinguirlos entre sí. Todos los creyentes deberían conocer esa distinción, porque influye en gran manera en nuestra comprensión de lo que significan ciertos pasajes bíblicos.

Por ejemplo, en Juan 10:10, leemos que Jesús vino para darnos vida. Sin embargo, ¿qué tipo de vida es esa? Si la palabra griega fuese BIOS, Jesús podría haber venido para mejorar nuestra existencia física, ayudándonos a ser más saludables o prósperos. Si la palabra fuese PSUCHÊ (que también se traduce como "alma"), podríamos presumir que Él vino para hacernos felices y equilibrados.

De cualquier forma, la palabra que se usa aquí no es BIOS ni PSUCHÊ, etc., sino ZÕE, que se refiere a la vida del Dios Padre, aquella que no fue creada por nadie. Jesús vino para otorgarnos la vida del Padre, ¡y en abundancia!

Esa distinción es esencial para que también podamos comprender otros pasajes de las escrituras.

VIDA ETERNA

Esa vida ZÕE se define en otras partes del Nuevo Testamento como eterna (I Jn 1:2). La palabra "eterna" en el griego es muy especial, porque quiere decir "aquello que trasciende las eras" (AIÕNÕN). Por lo tanto, indica una vida sin comienzo y sin fin. Es un tipo especial de vida que no nació, ni puede morir; que siempre existió, existe ahora y existirá para siempre.

Únicamente Dios posee ese tipo de vida. La Biblia dice que solo Dios tiene "inmortalidad" (I Ti 6:16). Esa es la especie de vida que se narra aquí. A lo largo de las eras, Dios ha sido el único ser inmortal. Su vida no solo no muere ni envejece, tampoco es posible matarla. Es inmortal e inmutable. Está escrito: “(...) por cuanto era imposible que fuese retenido por ella [la muerte]” (Hch 2:24).

Ahora tenemos buenas nuevas. Son tan maravillosas que es casi imposible creerlas, pero son verdaderas. Dios decidió compartir Su propia vida con los seres humanos. Él tomó la decisión de otorgar esa vida sin comienzo y sin fin a los simples mortales (Jn 3:16).

Cuando ellos reciben esa vida (ZÕE), también se convierten en seres inmortales (II Ti 1:10); pueden poseer la vida eterna de Dios, lo que significa que jamás podrán morir. Pasan “(...) de muerte a vida [la inmortal]” (Jn 5:24).

Si nos tomamos unos minutos para meditar sobre esa idea, parecerá casi inconcebible. La posibilidad de que nosotros, simples seres humanos, podamos recibir la vida de un ser supremo en nuestro interior es simplemente increíble.

Lo que parece que se nos ofrece es la oportunidad de que dejemos la raza humana para que nos hagamos parte de una otra raza. Esa nueva raza consiste en personas que recibieron una vida inmortal, tan superior a la vida humana, que va más allá de la comprensión natural. Aquellos que forman parte de esa nueva raza son llamados "hijos de Dios"; la que, realmente, es una nueva especie, una nueva variedad de ser que la Biblia llama “nueva criatura” (II Co 5:17; Gá 6:15).

La humanidad difícilmente podría soñar con algo así. La ciencia ficción tampoco habría podido imaginar algo parecido. Sin embargo, la verdad es que el Dios del universo abrió las puertas para que cualquiera que pueda oír, entender y creer se transforme en algo sin precedentes en el universo, algo inédito.

Pueden recibir, dentro de sí mismos, la vida de un inconmensurable ser superior; pueden permitir que esa vida los llene por completo y, entonces, dejar que esa vida se manifieste a través de ellos en cada faceta de sus vidas.

Aunque algunos aún no hayan entendido esto, este es el verdadero mensaje del evangelio de Jesucristo.

UN IMPEDIMENTO

Todavía existe un problema. Existe una cosa que impide que muchos hombres y mujeres reciban este don inefable. Hay una barrera en el proceso de recibimiento de esa nueva vida. Existe algo que nos impide recibir esa vida e, incluso cuando ya la recibimos, nos impide también llenarnos más plenamente de esa vida. Este problema se llama pecado.

Dios es supremamente Santo. Él no es solo un poco santo o parcialmente santo. Él es tan intensamente santo que, si una persona pecadora, por alguna razón, entrara en Su presencia, sería consumida. Agonizaría terriblemente.

Su santidad es tan pura, tan concentrada, tan extrema, que cualquier cosa que no sea santa no puede permanecer en Su presencia. Un pecador jamás podría estar ni siquiera cerca de Dios.

La vida de Dios es santa, recta por definición. Su vida es espontáneamente santa, así como la vida humana es naturalmente pecadora. Él no necesita inhibirse para no pecar. No intenta resistir la tentación. Aborrece naturalmente el pecado porque es contrario a Su naturaleza. Su santidad es, simplemente, quién y lo que Él es. Es su esencia.

Queda claro, con eso, porqué a los pecadores les gusta mantenerse alejados de Su presencia. Esta es la razón por la cual buscan numerosas excusas para negar la existencia de Dios. La consciencia de una persona no santa ya sufre un impacto solo de pensar que Dios pueda ser real.

Para que podamos comprender mejor a nuestro Dios, podríamos hacer una analogía con el Sol. El Sol es, en esencia, una continua explosión nuclear. Su luz es tan intensa que solo podemos mirarla durante segundos y, aun así, se necesita protección ocular. Imagine, entonces, no solo mirar, sino acercarse al Sol. Una persona sería consumida por su ardiente intensidad.

El universo está formado por millones de estrellas como esa, y aún mayores. Quizás existan, realmente, billones de galaxias, cada una de ellas llena de esas incontables estrellas. Y cada una de esas estrellas está brillando con una intensidad inimaginable como la del Sol, o aún mayor. Sin embargo, nuestro Dios, que creó todo eso, ¡es aún más grandioso! Él es mucho más poderoso y la gloria de Su santa presencia es aún más intensa.

Leemos, en Isaías 33:14, lo que va a suceder en la intensa presencia de Dios: “Los pecadores se asombraron en Sion, espanto sobrecogió a los hipócritas. ¿Quién de nosotros morará con el fuego consumidor? ¿Quién de nosotros habitará con las llamas eternas?”.

Este pasaje indica claramente que la presencia de Dios es intensamente poderosa y ardiente como fuego. Para confirmar eso, también está escrito: “porque nuestro Dios es fuego consumidor” (Hb 12:29). En la presencia del Creador, ningún pecador conseguirá sobrevivir. Su presencia les causaría extrema agonía y destrucción. Tal como el efecto del sol en nuestro cuerpo natural, la intensa presencia de Dios es demasiado para que un pecador la soporte.

Una prueba más de eso es la manera como la Bestia será destruida. Su fin se dará simplemente por el surgimiento de Jesús: "(...) aquel inicuo, a quien el Señor matará con el espíritu de su boca, y destruirá con el resplandor de su venida" (II Ts 2:8). Es el intenso y glorioso brillo de Su aparición lo que destruirá el "hombre del pecado".

Cuando estemos frente a Dios, la verdad —una verdad cruda, poderosa y pura— llenará la atmósfera. Todo nuestro "refugio de mentiras" será eliminado (Is 28:17). Todas las excusas con las que justificamos nuestro comportamiento, nuestras palabras, nuestros pensamientos, nuestras actitudes y nuestras acciones; todas las veces que culpamos a otros por nuestra condición; todas las veces que imaginamos que somos mejores de lo que realmente somos, todo quedará claramente expuesto.

La extraordinaria presencia de Dios producirá este efecto. Nada permanecerá en secreto o escondido. Todo lo que hemos dicho, hecho o pensado se revelará ante todo el universo. La consciencia de cualquier pecador estará en la más extrema agonía, sin posibilidad de escapar. Está escrito que Él: "(...) aclarará también lo oculto de las tinieblas", y "(...) manifestará las intenciones de los corazones" (I Co 4:5). Todo secreto será revelado por Él. La luz de la presencia de Dios es la que hará esto.

Hoy, Dios se oculta a Sí mismo (Is 45:15). Él no está revelándose al mundo con claridad. No hay duda de que Él hace eso para nuestro beneficio. Es para que no seamos consumidos. Cuando Dios se revele a Sí mismo en toda Su plenitud, todo aquel que sea pecador será destruido.

Eso no sucede porque Dios odia a esas personas; es simplemente la consecuencia natural de que el pecado entre en contacto con Su santidad. La naturaleza de Su persona es tan extrema que cualquier cosa que sea contraria a ella, simplemente, no puede soportar la experiencia. Eso es algo que no se puede alterar. Dios no cambia (Mal 3:6). Él es quien es.

Hay otro ejemplo de esa verdad. Podemos mirar lo que acontecerá cuando Jesús aparezca en Su gloria al final de los tiempos. En ese momento descubrimos que, cuando los cielos se abran y Él comience a descender, los incrédulos y pecadores de repente inventarán una nueva religión, comenzarán a orar.

Sin embargo, en lugar de orar a Dios, orarán a las rocas y a los montes. Comenzarán a suplicar a las montañas y a las rocas, diciendo: "Caed sobre nosotros, y escondednos del rostro de aquel que está sentado sobre el trono, y de la ira del Cordero" (Ap 6:16).

En aquel momento, morir aplastado por una piedra enorme será preferible que la agonía y el tormento que la presencia de Jesús creará en sus mentes.

Espero que haya quedado bien claro para cada lector que Dios no se mezcla con el pecado y viceversa. No pueden coexistir. La presencia de Dios destruye todo el pecado.

No es porque Dios tenga una actitud intolerante ante la debilidad de la especie humana. No es porque esté enojado por "algunos pecados". No es porque Él no sea comprensivo o no simpatice con nuestras faltas y fallas. Es simplemente un hecho, un resultado de quién y qué Dios, nuestro Creador, es. La intensa santidad que define Su naturaleza, junto a Su maravilloso e ilimitado poder, simplemente destruirá a todos los pecadores.

LA APARICIÓN DE DIOS

Dios está planeando revelar Su presencia al universo algún día. En determinado momento, dejará de ocultarse. Dios no quiere existir de una manera encubierta para siempre. Su voluntad es revelarse en Su grandeza a toda la creación.

Sin embargo, Dios ama la raza humana que creó. Él no quiere extinguirnos a través de Su revelación plena sin que tengamos algún tipo de preparación que nos capacite a sobrevivir a ese evento.

Eso, entonces, nos trae de vuelta a nuestro pensamiento original. El plan de Dios para que sobrevivamos a Su venida es una transformación de vida. Su idea es que recibamos Su propia vida y, con esto, nos convirtamos en una variedad de seres capaces de darle la bienvenida, que se alegren con Su surgimiento, seres “a prueba de fuego” que disfruten Su venida.

Debemos convertirnos en el mismo tipo de ser que Él es; debemos recibir Su vida y naturaleza santas y empaparnos de ellas, porque solo ese tipo de ser será el que no sufra un impacto negativo cuando Él aparezca. Un ser así no solo sobrevivirá ante la presencia de Dios, sino que además prosperará en ella.

Hoy, nuestro pecado es lo que nos separa de Dios. También es nuestro pecado lo que nos causará en el futuro dolor y destrucción cuando estemos en Su presencia inmediata. Por lo tanto, es necesario que nos libremos del pecado, solamente así seremos capaces de soportar la presencia de Dios cuando aparezca.

ARREPENTIMIENTO

El primer paso de la solución de Dios para el problema de nuestro pecado se llama "arrepentimiento". Ese es un paso que debemos dar. Aunque Dios nos ayuda en este procedimiento tan necesario, esta es una decisión que solamente nosotros podemos tomar.

El arrepentimiento es una parte esencial del proceso de salvación. De hecho, es tan crucial para la obtención de la nueva vida, que sin ello no podemos lograr nada. Siendo así, no debemos perder tiempo y necesitamos estudiar ese proceso cuidadosamente.

Cuando Juan el Bautista vino, predicaba una cosa: arrepentimiento. Juan decía: "Arrepentíos, porque el reino de los cielos se ha acercado" (Mt 3:2).

Del mismo modo, Jesús comenzó Su ministerio en la tierra proclamando el mismo mensaje. Está escrito: “Desde entonces, comenzó Jesús a predicar y a decir: Arrepentíos, porque el reino de los cielos se ha acercado” (Mt 4:17). Ese arrepentimiento es el primer paso esencial para poder recibir la vida que Dios está ofreciéndonos.

Hay muchos que quieren saltarse ese paso. Instan a las personas a que acepten a Jesús sin el arrepentimiento inicial, necesario para avanzar o tener éxito. Parecen creer que simplemente "aceptar" a Jesús y todo lo que Él hizo por nosotros es suficiente para que el pecador, un día, "vaya para el cielo". Acaban recorriendo un camino ancho y fácil, pero que no lleva a la variedad de vida (la vida de Dios) de la que hemos estado hablando (Mt 7:14).

El hecho es que Jesús no necesita "aceptación". Él no ansía aceptación suya ni de nadie más. Dios no está esperando ansiosamente, con nervios, con esperanza de que alguien Lo acepte. Parece que algunos creen que, si tan solo Lo aceptaran, Él se olvidaría de toda la aversión al pecado y la condición pecadora de ellos. Por el contrario, nuestra mayor necesidad no es aceptarlo a Él, ¡sino que Él nos acepte! ¡Nosotros necesitamos que Él nos acepte! Y, para que Él nos acepte, es necesario que demos un primer paso: el arrepentimiento; un arrepentimiento completo, profundo y sincero.

Entonces, ¿qué significa arrepentimiento? Significa reconocer nuestras acciones pecaminosas. También comenzar a ver lo que somos. En la luz de Dios, comprendemos la naturaleza pecadora de nuestras acciones y nuestra tendencia innata de hacer una gran variedad de cosas malas que son contrarias a la naturaleza de Dios.

A continuación, confesamos delante de Dios lo que hemos hecho, lo que somos y, entonces, reconocemos que somos dignos de muerte. Sí, el arrepentimiento genuino implica la percepción de que, para los ojos de Dios, somos dignos de muerte. El arrepentimiento verdadero significa que nosotros descubrimos que merecemos morir por aquello que hemos pensado, dicho, hecho e, inclusive, por lo que somos. Esta es una parte importante del proceso de arrepentimiento.

Reflexione conmigo por un momento. Si no somos dignos de muerte, o no pensamos que lo somos, ¿qué razón habría para que alguien muriera en nuestro lugar? Si no somos lo suficientemente culpables como para merecer la pena de muerte, ¿qué necesidad habría de que alguien nos sustituyera en esa ejecución? Si nuestra culpa no es suficiente para que merezcamos la muerte, ¿entonces por qué necesitaríamos que Jesús muriese en nuestro lugar? Por lo tanto, es imposible que una persona reciba a un salvador que no quiere o no siente que necesita.

El bautismo debería ser un símbolo de este hecho. No es un simple chapuzón o un baño. Es una declaración al universo de que nosotros comprendemos y aceptamos nuestra necesidad de morir. En el verdadero bautismo, reconocemos nuestros pecados y proclamamos que estamos unidos con Cristo en su muerte, reconociendo su resurrección para nuestra salvación. Estamos declarando públicamente quienes somos y que lo que hacemos es digno de muerte, y que creemos que Cristo nos cambiará por medio de la sustitución de Su vida por la nuestra.

Cualquier "arrepentimiento" que no haya sido lo suficientemente profundo como para que la persona que lo realiza comprenda que merece morir es defectuoso. Ese tipo de "arrepentimiento" no llevará a nadie muy lejos en su camino como cristiano.

Sin un verdadero, profundo y completo arrepentimiento, tales personas no podrán ser limpiadas por Dios, ni sus vidas podrán ser sustituidas por la vida de Él. Por tanto, crecerán muy poco en la vida espiritual.

¿Por qué, por ejemplo, alguien querría perder su vida y cambiarla por otra si todavía cree que su vida es buena? Si, en su propia opinión, su vida está bien, no existe ninguna necesidad lógica de cambiarla. A nadie le gustaría ser dominado por la vida de otro si todavía le gusta su propia vida y la aprueba. Nunca desearía que su propia vida muriera para que la vida de Dios existiera en su lugar.

Con respecto al juicio de Dios sobre aquellos que pecan, está escrito: “El que viola la ley de Moisés, por el testimonio de dos o de tres testigos muere irremisiblemente” (Hb 10:28).

Fue Dios quien estableció esta ley. Y la pena de la ley para el pecado es la muerte. La muerte fue aplicada para diferentes tipos de ofensa, incluso aquellas consideradas insignificantes. Por ejemplo, el Antiguo Testamento nos relata la historia de un hombre apedreado hasta la muerte, según la dirección del propio Dios, por recoger leña un sábado (Nm 15:32-36).

Esa misma penalidad fue establecida para aquellos que cometieran adulterio, usaran drogas, practicaran la homosexualidad, consultaran espíritus, cometieran incesto, practicaran sexo con animales, blasfemaran, murmuraran, fueran hijos rebeldes, entre muchas otras cosas como esas. Para resumir: así como el pecado de Adán y Eva dio como resultado la muerte, toda y cualquier persona que peca revela que es digna de muerte. “(...) el alma que pecare, esa morirá” (Ez 18:4).

La muerte física, que fue instituida por la ley del Antiguo Testamento, es simplemente una representación, o una sombra, del futuro. Como hemos visto, la muerte y destrucción del alma pecaminosa será un resultado inevitable de la presencia directa de Dios. Cuando Él aparezca, la vida y la naturaleza pecaminosa arderán.

La sentencia de Dios para el pecado es la muerte. Dios no puede coexistir con el pecado. “Porque la paga del pecado [todo y cualquier pecado] es la muerte (...)” (Ro 6:23). Hemos entendido claramente, desde el comienzo de este capítulo, que la intensa presencia de Dios juzgará quiénes y qué somos.

Entonces, podemos comprender, con facilidad, que las personas llenas de pecado, o con una tendencia natural para el pecado, serán objeto de Su juicio. Esos individuos, por el simple hecho de que se presenten delante de un Dios santísimo, sufrirán el juicio por Su presencia.

Por lo tanto, nuestro arrepentimiento —el reconocimiento de nuestras acciones, nuestra condición y de que merecemos morir— es esencial para que escapemos de Su ira y recibamos nueva vida y, consecuentemente para que escapemos de Su juicio. Nuestro arrepentimiento abre el camino para que nuestras vidas perezcan y nos llene con Su vida.

Una parte del plan de Dios es llenarnos con Su propia vida hasta desbordarse. Pero no hay “espacio” en nosotros para que dos vidas coexistan al mismo tiempo. Una vida debe salir. Esto es algo que Dios nos proporcionó con la crucifixión de Jesús. Ahí, también nosotros morimos con Él. Ahora, podemos permitirle aplicar Su muerte, que ocurrió en el pasado, a nuestras vidas hoy. Mientras nos unimos a Cristo, lo que somos puede morir y algo completamente nuevo nacerá en su lugar.

De esta manera, nos preparamos para el día venidero, cuando Jesús aparecerá en Su intensa y ardiente gloria. Cuando nos arrepentimos verdaderamente, abrimos nuestros corazones para que Dios haga Su gloriosa obra de sustitución en nosotros, transformándonos a Su propia imagen.

Si no vemos nuestro pecado, es porque nos falta luz. La única manera en que podemos arrepentirnos realmente es si Dios, en Su misericordia, hace que Su luz brille dentro de nosotros. Cuando Él se aproxima a nosotros, la luz de Su presencia revela lo que somos. Cuando nos falta esa luz y la convicción de pecado, es la prueba de que no tenemos una verdadera intimidad con nuestro Creador. Sin embargo, cuando a través de la gracia de Dios conseguimos verlo más claramente, también vemos nuestro pecado. Eso, entonces, nos hace capaces de arrepentirnos.

TRISTEZA

El arrepentimiento es lo que hacemos cuando, finalmente, vemos nuestro pecado. Cuando percibimos, por la luz de Dios, el mal en nuestros caminos, comenzamos a sentir un pesar. Cuando comprendemos cuánto hemos ofendido a los demás, cuánto hemos entristecido a Dios, cómo nuestras palabras y acciones han causado dolor y sufrimiento a aquellos que están a nuestro alrededor, estamos listos para arrepentirnos.

El verdadero arrepentimiento involucra tristeza. Veamos lo que Pablo escribió a los corintios: “Ahora me regocijo, no porque hayáis sido contristados, sino porque fuisteis contristados para arrepentimiento; porque habéis sido contristados según Dios, para que ninguna pérdida padecieseis por nuestra parte. Porque la tristeza que es según Dios produce arrepentimiento para salvación, de que no hay que arrepentirse; pero la tristeza del mundo produce muerte (...)” (II Co 7:9, 10).

El arrepentimiento ocurre cuando tenemos un gran sentimiento de culpa por los pecados que cometemos y por nuestra condición pecaminosa. Entendemos verdaderamente la gravedad de nuestros pecados y sus consecuencias.

En el arrepentimiento genuino, nos damos cuenta de nuestra horrible condición. Cuando realmente nos vemos a nosotros mismos, vemos algo muy repugnante.

La experiencia de Job es un ejemplo de esa verdad. Él era, en su propia opinión, un hombre recto. De hecho, desde un punto de vista superficial, a él le iba bastante bien. Ayudaba a los pobres, socorría a los desamparados. No hablaba mal de los demás. No mentía, no cometía fraude, no robaba, no se aprovechaba, ni se comprometía con otros sin cumplir su palabra. Con su forma de actuar, en muchas situaciones, Job era más correcto que muchos de los que dicen ser cristianos hoy.

Pero al final de su prueba, Dios se le reveló a Job. Pudo verse la justicia genuina de Dios y, en aquella brillante e intensa luz, Job vio que su esfuerzo era meramente humano e imperfecto. Él dijo: “De oídas te había oído; Mas ahora mis ojos te ven. Por tanto me aborrezco, Y me arrepiento en polvo y ceniza” (Job 42:5, 6).

Observe la reacción de Job. Cuando vio la verdadera santidad, se detestó a sí mismo. Descubrió que lo que él era, aunque en términos humanos fuese estimado, era algo podrido, digno de repudio. Él odió lo que vio en sí mismo. Odió la carne, la naturaleza pecaminosa e, inclusive, el sentido de justicia propia que había visto en sí mismo. El resultado fue arrepentimiento. Esta es la única reacción que Dios acepta.

Cuando Pedro estaba predicando en el día de Pentecostés, sus oyentes tuvieron una reacción semejante. Ellos “se compungieron de corazón” (Hch 2:37). Pedro los había acusado de participar en el asesinato de Cristo. En el versículo 23 del capítulo 2 del libro de los Hechos, hablando acerca de la muerte de Jesús, él proclamó: "(...) prendisteis y matasteis por manos de inicuos, crucificándolo".

Ciertamente, aquellos no eran los mismos hombres que lo sujetaron y martillaron los clavos. Sin embargo, fueron convencidos por el Espíritu Santo de que eran exactamente el tipo de persona que haría aquello. Ellos aprobaron su muerte. A través de la predicación de Pedro, sintieron una profunda culpa que rasgó sus corazones. El resultado directo de esa convicción de pecado fue el arrepentimiento (Hch 2:38).

Otra reacción a la revelación de la persona de Dios es el autodesprecio. En Ez 20:43, encontramos algo sobre lo que ocurrirá en el futuro reino milenario de Cristo, cuando Él traiga a todos aquellos de la nación de Israel de vuelta a su tierra. Allá, Él se les revelará. ¿Y cuál será la reacción de ellos? Percibirán sus pecados y sentirán asco.

Está escrito: "Y allí os acordaréis de vuestros caminos, y de todos vuestros hechos en que os contaminasteis; y os aborreceréis a vosotros mismos a causa de todos vuestros pecados que cometisteis”. El verdadero arrepentimiento también implica autodesprecio.

En la actualidad, hay muchos en la Iglesia que están difundiendo el pensamiento positivo. Ellos piensan que usted debe "amarse a sí mismo". Queridos hermanos y hermanas, déjenme alertarlos de la forma más directa posible: este es un serio engaño. Eso no los llevará a lugar alguno, espiritualmente.

Puede darles la falsa idea de "valor propio", en el ámbito psicológico (que se trata únicamente del alma del hombre), pero no promoverá crecimiento espiritual alguno. Puede ajustar la mente, humanamente hablando, y, quizás, dar alguna clase de consuelo emocional, pero no transformará a nadie a la imagen de Cristo.

De hecho, de acuerdo con el evangelio de Juan, el amor propio dará como resultado la pérdida de la vida o el "alma". Está escrito: “El que ama su vida, la perderá; y el que aborrece su vida en este mundo, para vida eterna la guardará” (Jn 12:25).

¿Por qué será eso? Porque, cuando aprobamos y amamos lo que somos, no nos arrepentimos. No sentimos asco ni nos detestamos. No sentimos la necesidad de que alguien superior viva dentro de nosotros, tomando el lugar de nuestra vida natural.

Por lo tanto, cuando Jesús aparezca, no habremos sido transformados completamente. En aquel momento, Su santidad intensa consumirá todo lo natural, humano y pecaminoso. Es imposible que la vida pecaminosa perdure ante Su presencia.

Aquí, encontramos una promesa infalible de Dios. Un hecho del cual podemos tener certeza. Si llegamos a amarnos, si aprobamos nuestro ser, si pensamos que somos buenos, si no nos asqueamos de nosotros mismos ni nos detestamos, perderemos nuestra egocéntrica vida natural (PSUCHÊ) de la peor manera. La perderemos cuando venga el Señor. Será consumida por Su intensa santidad. Sin embargo, si llegáramos a odiar nuestras vidas por haber visto, mediante la luz del rostro de Jesús, lo que es realmente son, Él obrará en nosotros para sustituirla por Su propia vida eterna.

El verdadero arrepentimiento, algo que ocurre cuando nos vemos con la luz de Dios, genera tristeza y autodesprecio, acompañados de una voluntad de librarnos de aquello que vemos. Significa que ahora entendemos nuestra necesidad de morir y que nuestra vida sea sustituida por la vida de Dios. Estamos de acuerdo con el juicio de Dios sobre nuestra carne y estamos dispuestos a recibir Su gran salvación.

LA LUZ DEL MUNDO

Como hemos visto, el verdadero arrepentimiento depende de la revelación de Dios. Jesús es "la luz del mundo" (Jn 8:12). Cuando nos aproximamos a Él, o cuando Él se aproxima a nosotros, Su luz brilla en nosotros. Conforme esa luz se aproxima, comenzamos a vernos con mucha más claridad.

Una persona en una habitación totalmente oscura no ve nada. Así es nuestra condición antes de que conozcamos a Cristo. Sin embargo, cuando una pequeña luz comienza a brillar, la persona en la habitación comienza a poder ver a su alrededor. Cuanto más brilla la luz, puede ver todo con más claridad.

Asimismo, cuanto más nos aproximamos a Jesús, más fuerte brilla Su luz y más claramente vemos nuestro pecado. De hecho, esta es una prueba excelente para que sepamos si estamos transformándonos de verdad en personas más íntimas con Jesús: si conseguimos ver mejor nuestro pecado.

Cuando yo era un joven creyente, imaginaba que, después de más de 40 años caminando con el Señor, estaría casi levitando, sintiéndome muy santo. Sin embargo, mi experiencia ha sido que, con el pasar del tiempo, veo mi pecado cada vez más. He tenido la constante y profunda oportunidad de arrepentirme más completamente y de dejar que la nueva vida de Dios crezca dentro de mí.

El arrepentimiento no es algo que sucede una única vez. No es algo que hacemos una vez al comienzo de nuestro camino como cristianos y listo. Por el contrario, en el cristianismo verdadero, siempre hay la profunda convicción de que necesitamos a un salvador. Vemos cada vez más claramente lo que somos, como hombres naturales, y cuánto necesitamos sustituir nuestra vida por la de Él.

Cuanto más nos arrepintamos, más podremos ser transformados. Cuanto más comprendamos que nuestra vieja vida es digna de muerte, más podremos ser transformados según Su imagen. Un arrepentimiento en constante crecimiento abre el camino para que la vida de Dios nos llene y sustituya lo que somos.

Ahora, ¿por qué tiene que ser así? Porque, a menos que veamos la necesidad de que nuestra vieja vida muera, Dios no hará (en realidad, no podrá hacer) Su obra en nosotros. Él, con certeza, no nos obligará a experimentar esa transformación. Él no aplicará la muerte de Jesús en áreas de nuestra vida que no deseamos que mueran.

Jesús nunca nos obligará a pasar por esa transformación. No estar dispuestos a ser crucificados es lo que obstaculiza Su obra. Por lo tanto, necesitamos, primero, vernos con Su luz y, después, concordar con la sentencia de Dios para nosotros. A partir de ahí, Él operará en nuestro interior para aplicar tanto la muerte como la resurrección de Jesús en nuestra alma (PSUCHÊ).

Mientras aprobemos lo que somos, desearemos aferrarnos a ello. Mientras pensemos que estamos bien, entonces no existirá ninguna necesidad de cambiar. Ciertamente, no sentiremos ninguna necesidad de que se nos dicte una sentencia de muerte. Por lo tanto, permanecemos como somos: hombres y mujeres naturales, sin transformación.

El verdadero progreso en la vida espiritual, una transformación genuina y eterna según la imagen de Dios, solo puede materializarse cuando nos vemos con la luz de Dios. Solamente entonces, estaremos dispuestos a "negarnos a nosotros mismos y tomar nuestra cruz". Solamente entonces, estaremos dispuestos a perder nuestra propia vida.

Fin del Capítulo 1

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ÍNDICE

Capítulo 1: Arrepentimiento Para la Vida

Capítulo 2: El Processo de Arrepentimiento

Capítulo 3: La Verdad que nos Liberta

Capítulo 4: El Juicio Venidero